“Este es un anuncio para megafonía”,
dijeron por megafonía y no añadieron más. El niño que iba agarrado de la mano
de su padre preguntó: “¿Quién es Megafonía?”
El padre contestó que Megafonía no era nadie, que se habían confundido y que,
en realidad, habían dicho eso para probar el sistema de megafonía.
El niño dudó un
momento y a continuación gritó: “¡No es
verdad!”, y la gente que había en el andén, que estaba mirando y
acariciando con los dedos las pantallas de sus teléfonos móviles, se volvió
para mirarlo. “Sabíamos”, prosiguió
el niño, “que el medio era el mensaje,
pero ahora debemos asumir que también es el receptor”. El padre,
avergonzado por las miradas burlonas y asustadas, tapó la boca a su hijo, pero
éste se zafó y aún alcanzó a decir algo más: “¿En qué lugar quedamos entonces nosotros, los humanos, frente a las
máquinas? ¿Acaso no veis que somos un apéndice suyo, que no nos servimos de
ellas sino que son ellas las que nos controlan?”
Algunos se reían al escuchar al niño; otros, los que se tenían así
mismos por hombres libres, agachaban la cabeza y seguían mirando sus móviles.